
Londres, 27 de febrero de 2025, 16h30
Me siento muy honrado por la invitación a compartir con ustedes algunas reflexiones que considero relevantes, basadas en mi trayectoria en el sector privado y en el servicio público. A lo largo de los años, he aprendido que compartir los conocimientos y las experiencias forjados en el camino de la vida, es una forma de contribuir al fortalecimiento de nuestras naciones y al bienestar de los ciudadanos.
Celebro que esta casa mantenga su espíritu fundacional y siga siendo un foro internacional en el que las ideas pueden debatirse y enriquecerse. Los latinoamericanos valoramos el trabajo de esta prestigiosa institución porque precisamente promueve el diálogo y la cooperación entre ciudadanos de Inglaterra y América Latina, haciendo más fuertes los lazos que nos unen.
Comparto los valores de libertad que profesa este gran país y que le han permitido ser una nación próspera, donde se respeta la propiedad privada, se protegen los derechos de los ciudadanos y se promueven la equidad y la justicia para todos.
Yo vengo de un país tan hermoso como complejo. Ecuador enfrenta grandes desafíos para alcanzar consensos y avanzar hacia el crecimiento económico dentro de un marco de libertades.
Desde que tengo memoria, la inestabilidad política nos ha mantenido al borde del abismo, debilitando nuestras instituciones y erosionando la confianza de los ciudadanos en el sistema democrático.
Mis padres construyeron su hogar en un Ecuador rural y marcado por la pobreza y la desigualdad. Con gran sacrificio nos educaron a mis diez hermanos y a mí. Fui el menor de una familia noble y sencilla que aprendió que la honradez, el esfuerzo y los grandes sueños son el camino para hacer realidad nuestras aspiraciones.
Las dificultades económicas de mi familia me llevaron a trabajar y estudiar desde los 15 años, pues el sueldo de mi padre como empleado público no era suficiente para todos los gastos.
Empecé a trabajar en la Bolsa de Valores de Guayaquil como mensajero, un trabajo sencillo pero honorable. El día que recibí mi primer sueldo me sentí un hombre rico, una felicidad que delineó el camino que seguiría en el futuro. Muy rápido supe que el esfuerzo trae una doble recompensa: obviamente, la económica y, sobre todo, la satisfacción de haberlo logrado.
Sentía mucha afinidad por los números, las proyecciones, los cálculos. Con los años entendí que ver a mi padre llegar cada tarde a la casa, con su maletín lleno de documentos, despertó en mí el gusto por las finanzas.
Esa afinidad se transformó en una pasión. A los 22 años, el adolescente que comenzó como mensajero se convirtió en gerente de una empresa de créditos. Un año después, fundé mi propia compañía y en ese camino logré salvar de la quiebra a dos sucursales de grandes multinacionales: Coca-Cola e Hino, la fabricante japonesa de camiones. A los 29 dirigía una financiera y, a los 34, ya gerenciaba el que sería el segundo banco más grande del Ecuador.
Todo sucedió muy rápido, en un ascenso vertiginoso que combiné con el matrimonio y la crianza de mis cinco hijos. Mi esposa y mi familia fueron mi mayor impulso. En los días agotadores, ante proyectos fallidos y frustraciones difíciles de afrontar, ellos siempre estaban ahí, conmigo. Quería que se sintieran orgullosos de lo que lograba con tanto esfuerzo, que sintieran por mí, el orgullo que yo sentía por mi padre.
Debo confesar que mi pasión por emprender me impidió obtener un título universitario. No lo justifico, pero en ese momento mis prioridades eran otras. En lugar de una carrera formal, me formé a través de cursos de corta estancia, seminarios internacionales y conferencias de grandes líderes empresariales, cuyos conocimientos y experiencias fueron una gran escuela.
Creía que para convertirme en un gran líder debía conocer las experiencias y el pensamiento de otros. Y es verdad. Pero con el tiempo comprendí que el éxito también radica en la disciplina, el trabajo en equipo y el predicar con el ejemplo.
También tengo que confesarles que, a mis 69 años, hoy soy un feliz estudiante universitario de historia y filosofía. Si los años de mi juventud los aproveché trabajando, estos años de mi vida los aprovecho leyendo y viajando.
En la década de los ochenta, resultaba un poco exótico afirmar que para un banco es más importante la gente que el dinero. En ese entonces yo pensaba que las personas eran el centro de toda actividad empresarial. Los préstamos o los servicios bancarios se entregan a los emprendedores, a quienes quieren tener una casa propia o levantar su negocio. Si las personas confían en nosotros, les decía a mi equipo y a los accionistas, podemos dar oportunidad a mucha gente y crecer en el mercado bancario.
Cuarenta años después sigo pensando lo mismo.
Cuando mis tres hijos eran niños, los llevé a la bóveda del banco y les expliqué que el dinero que había en el interior no le pertenecía ni a la institución y mucho menos a nosotros. Los únicos dueños eran los ahorristas. Hoy, mi hijo mayor ocupa el lugar que yo dejé: la presidencia del Banco Guayaquil; mi segundo hijo lidera un innovador proyecto de medios de pago; y el tercero es el presidente ejecutivo de Banisi, un banco panameño.
Soy un padre orgulloso que mira a sus hijos trabajar bajo los mismos principios de responsabilidad y servicio que han regido mi vida.
Muchos de ustedes seguramente conocen que Ecuador atravesó una de las crisis políticas más profundas de los últimos 50 años, entre 1996 y 2006, un período en el que el país tuvo siete presidentes.
En aquella época, como ciudadano, observaba la política con cierta distancia, interesado en lo esencial para comprender el rumbo del país y las decisiones que tomaban los gobiernos. No obstante, ya en ese entonces, me resultaba inconcebible la irracionalidad de los acontecimientos y, aún más, la lucha desenfrenada por el poder.
Hasta que un día de 1998, me llamó el presidente Jamil Mahuad, recién elegido democráticamente, y me pidió que lo acompañara primero como gobernador de la provincia más grande, más poblada y más conflictiva del país, y luego como ministro de Economía.
Esa llamada fue como un movimiento de tierras bajo mis pies. No se trataba de mí o de mi familia, de una inversión o de un negocio. Se trataba de la gente, de aquellos ciudadanos que veía en las calles de mi ciudad, en los pueblos olvidados, en las ciudades golpeadas por la pobreza. Se traba de personas parecidas a mis padres y al adolescente que fui un día.
Vi que tenía una oportunidad de incidir a mayor escala y contribuir para mejorar sus condiciones de vida.
De modo que dejé la comodidad de la vida privada y di el gran salto a la intensidad de la vida política.
Cuando acepté ser gobernador en 1998, todavía pensaba que sería una experiencia pasajera. Sin embargo, cuando Ecuador comenzó a vivir un proceso autoritario a partir de 2007, me dije que era un deber continuar.
Los derechos y las libertades iban mermando: periodistas, opositores, empresarios y líderes sociales sufrían acoso y persecución desde el gobierno. La maquinaria del Estado se había activado para silenciar voces, para instaurar juicios, para tomar el control de todas las instituciones.
¿Qué debe hacer un ciudadano cuando la libertad está en riesgo? Pensé en mis hijos, en mi familia y en la gente que conocí en mis recorridos cuando llevaba el Banco Guayaquil a los barrios más pobres del país a través del proyecto de bancarización más grande de Latinoamérica, llamando el Banco del Barrio.
Elegí la política en un momento crítico de la democracia ecuatoriana, afronté situaciones muy adversas incluso para mi propia seguridad, pero los ciudadanos me hicieron más fuerte. En los recorridos por el país, durante tres campañas electorales, conocí de cerca su difícil realidad, aprendía de sus experiencias, me inspiraban, fueron el gran motor que me hacía continuar.
Tras una década de ardua lucha, el pueblo ecuatoriano me otorgó su confianza y fui elegido presidente en abril de 2021.
Desde entonces hasta este día, servir al Ecuador ha sido el mayor honor de mi vida.
Asumí la presidencia en un país agobiado por múltiples crisis: sanitaria, económica, política, ética y de seguridad. En 2021, enfrentábamos más de 15.000 muertes por la pandemia, sin vacunas ni presupuesto suficiente para comprarlas. La economía había caído más de nueve puntos, la pobreza había aumentado casi diez y el déficit fiscal superaba el 7% del PIB.
La desesperanza y el miedo definían el momento. En esas circunstancias tan adversas teníamos que actuar rápido y ser eficientes cuidando cada centavo público.
Con mi equipo de gobierno puse en marcha la diplomacia de las vacunas. Con el mismo tono y determinación, dialogamos tanto con China como con Estados Unidos. No era una cuestión de ideologías, sino una urgencia por salvar vidas.
Menos romanticismo y más practicidad. Así logramos nuestro objetivo y, en apenas 100 días de gobierno, vacunamos al 52% de la población con dos dosis. Ese año, la economía creció un 9,8% y el Ecuador fue país modelo en vacunación.
A partir de entonces, aceleramos el paso. Negociamos tratados de libre comercio con Costa Rica, China y Corea del Sur. Renegociamos la deuda pública con China y, en mi visita a esa impresionante nación, hablé directamente con el presidente Xi Jinping. Le expuse cómo funcionarios de nuestros países se habían enriquecido con la venta de petróleo, perjudicando al Ecuador con millonarias pérdidas. Esa conversación nos permitió un alivio financiero de 1.425 millones de dólares en el pago de la deuda pública.
También llevamos a cabo el canje de deuda por conservación ambiental más grande de la historia de la humanidad, asegurando la protección de nuestras Islas Galápagos y generando un segundo ahorro, esta vez, de 1.600 millones de dólares en el pago de la deuda externa pública.
Así, un pequeño país contribuía de manera decidida al cuidado del Planeta. Era nuestra manera de cuidar a los ciudadanos del mundo.
Ecuador era el segundo país con la tasa más alta de desnutrición crónica infantil en América Latina, un dato tan intolerable como doloroso, pero nosotros nos empeñamos en cambiar esa realidad y logramos reducir 3,5 puntos la tasa, evitando que más de 20.000 niños padecieran esta condición.
Cuando confirmamos el dato, con la supervición técnica de Naciones Unidas, hicimos el anuncio de esta meta como un motivo de orgullo nacional. Todos los ecuatorianos habíamos contribuido de alguna manera para alcanzar este objetivo. En lo personal, ese día sentí que el esfuerzo y sacrificio de esos años había valido la pena.
Avanzábamos con la filosofía del guerrero: con objetivos claros, sin desanimarnos ante las dificultades, convencidos de estar haciendo lo correcto, con dignidad y orgullo.
Por eso, la peor expresión de la política ecuatoriana —hoy claramente vinculada al crimen organizado— se interpuso en nuestro camino. Desde la Asamblea Nacional intentaron destituirme tres veces activando juicios políticos por razones tan falsas como ridículas; impulsaron cuatro pedidos de revocatoria del mandato y una persecución constante a mi equipo. Mis ministros eran citados semana tras semana a las comisiones legislativas en un intento por frenar nuestro trabajo.
Un sector radical, aliado de esta agrupación política, paralizó al Ecuador durante 18 días, bloqueando carreteras, cerrando pozos petroleros, generando desabastecimiento de alimentos, medicinas y combustibles. Pretendían que el país colapsara, que todo fuera caos y destrucción. Tuvimos pérdidas económicas por casi mil millones de dólares.
Y desataron una guerra informativa con noticias falsas a través de las redes sociales para desacreditar mi gobierno y desestabilizar el país.
Parecía que la consigna era: “si nosotros no gobernamos, nadie podrá hacerlo”.
El testimonio que les comparto como expresidente del Ecuador, estoy seguro, sería el mismo de los expresidentes Iván Duque de Colombia y Sebastián Piñera de Chile. Nuestros países enfrentaron crisis similares, todas ocurridas entre 2019 y 2022; promovidas por la misma red de actores políticos vinculados al Grupo de Puebla y al Foro de Sao Paulo.
A mí el poder no me interesa si no es para servir a los ciudadanos. Soy un convencido de que las reverencias y el servilismo son para déspotas y obsecuentes. Por eso, aplicando la Constitución, disolví la Asamblea Nacional y pedí que se convocara a nuevas elecciones presidenciales y legislativas.
No fue una decisión fácil, pero fue la decisión necesaria para ese crítico momento. La tomé en soledad, con la más absoluta serenidad y convencido de que era lo mejor para el país.
No me importó acortar mi período de gobierno. Nuevamente pensé que no se trataba de mí, se trataba de la gente a la que había jurado servir con honestidad y de forma democrática.
Lo dije en su momento y lo comparto hoy con ustedes: «preferí gobernar seis meses en el purgatorio, en lugar de dos años en el infierno».
Con esta decisión impedí que derrocaran a un gobierno democrático, que asaltaran la Presidencia de la República y, lo más importante, le devolví al pueblo ecuatoriano el poder que me había conferido en las urnas para que decidiera su futuro.
Cuando miro hacia atrás, recuerdo a mi padre y su inquebrantable convicción de vivir con honor y dignidad. Cuando pienso en el futuro, quiero que mis hijos y mis nietos se sientan orgullosos de mí, que puedan decir con certeza que su abuelo obró con inteligencia, integridad y valor.
Hoy, puedo caminar por las calles del Ecuador con total tranquilidad y la frente en alto. Los ciudadanos me saludan con afecto y respeto. ¿Qué más puedo pedir en estas horas de mi vida?
Muchas gracias.